Saturday, September 4, 2010

Domingo 4 de agosto.


 Esta mañana abría el cajón del armario chico y se desparramaron por el suelo una cantidad imprevista de fotos, recortes, cartas, recibos, apuntes. Entonces vi un papel de un color indefinido (es probable que en su origen haya sido verde, pero ahora tenía unas manchas oscuras, con la tinta corrida por viejas humedades para siempre resecas). Hasta ese momento no recordaba en absoluto su existencia, pero en cuanto lo vi reconocí la carta de Isabel. Pocas cartas nos hemos escrito Isabel y yo. En realidad, no hubo motivo, ya que no tuvimos largas separaciones. La carta estaba fechada en Tacuarembó, el 17 de octubre de 1935. Me sentí un poco extraño al enfrentarme a esos caracteres delgados, de largas y perfiladas colas, en los que era posible reconocer una persona, y también una época. Era evidente que no había sido escrita en estilográfica, sino con una de aquellas plumas cucharita que, no bien se las obligaba a escribir, sabían quejarse sordamente y hasta escupir a su alrededor gotitas casi invisibles de tinta violeta. Tengo que transcribir esa carta en esta libreta. Tengo que hacerlo, porque ella es parte de mí mismo, de mi incanjeable historia. Me fue dirigida en una circunstancia muy especial y, además, su relectura me ha descentrado un poco, me ha hecho dudar de algunas cosas, incluso diría que me ha conmovido. Dice así: "Querido mío: hace tres semanas que llegué. Tadúcelo: tres semanas que duermo sola. ¿No te parece horrible? Tú sabes que a veces me despierto de noche y tengo absoluta necesidad de tocarte, de sentirte a mi lado. No sé que tienes de reconfortante, pero saberte junto a mí hace que en el semisueño me sienta bajo tu protección. Ahora tengo horribles pesadillas, pero mis pesadillas no tienen monstruos. Sólo consisten en soñar que estoy sola en la cama, sin ti. Y cuando me despierto y ahuyento la pesadilla, resulta que efectivamente estoy sola en la cama, sin ti. La única diferencia es que en el sueño no puedo llorar y, en cambio, cuando me despierto, lloro. ¿Por qué me pasa esto? Sé que estás en Montevideo, sé que te cuidas, sé que piensas en mí. ¿Verdad que piensas? Esteban y la nena están bien, aunque sabes que tía Zulma los mima demasiado. Apróntate a que, a nuestro regreso, la nena no nos deje dormir por unas cuantas noches. Por dios, ¿cuándo vendrán esas cuantas noches? Tengo una noticia, ¿sabes? Estoy otra vez embarazada. Es horrible decírtelo y que no me beses. ¿O para ti no es tan horrible? Será varón y le pondremos Jaime. Me gustan los nombres que empiezan con jota. No sé por qué, pero esta vez tengo un poco de miedo. ¿Y si me muero? Contéstame pronto diciéndome que no, que no voy a morirme. ¿Pensaste ya qué harías si yo me muero? Tu eres animoso, sabrías defenderte; además, encontrarías enseguida otra mujer, ya estoy espantosamente celosa de ella. ¿Viste qué neurasténica estoy? Es que me hace mucho mal no tenerte aquí, o que no me tengas allí, es lo mismo. No te rías, siempre te ríes de todo, aunque no se trate de nada gracioso. No te rías, no seas malo. Escríbeme diciendo que no voy a morirme. Ni siquiera como alma en pena podría dejar de extrañarte. Ah, antes que me olvide: háblale por teléfono a Maruja, para hacerle acordar que el 22 es el cumpleaños de Dora. Que la salude por mí y por ella. ¿La casa está muy sucia? ¿Fue a limpiar la muchacha que me recomendó Celia? Cuidado con mirarla demasiado, ¿eh? Tía Zulma está feliz de tener aquí a los nenes. Y tío Eduardo no te digo nada... Los dos me hacen grandes cuentos de ti, cuando tenías diez años y venías a pasar aquí tus vacaciones. Parece que te hiciste famoso con tus respuestas para todo. Un muchacho bárbaro, dice tío Eduardo. Yo creo que sigues siendo un muchacho bárbaro, aún cuando llegas cansado de la oficina y tienes en los ojos un poco de resentimiento, y me tratas con ligereza, a veces con rabia. Pero de noche lo pasamos bien, ¿no es cierto? Hace tres días que está lloviendo. Yo me siento junto al balcón de la sala y miro la calle. Pero por la calle no pasa ni un alma. Cuando lo nenes están durmiendo, voy al escritorio del tío Eduardo y me entretengo con el Diccionario Hispanoamericano. Aumentan a ojos vista mi cultura y mi aburrimiento. ¿Será niño o niña? Si fuera niña, puedes elegir el nombre, siempre y cuando no sea Leonor. Pero no. Va a ser varón y se llamará Jaime, y tendrá una cara larga como la tuya y será muy feo y tendrá mucho éxito con las mujeres. Mira, me gustan los hijos, los quiero mucho, pero lo que más me gusta es que sean hijos tuyos. Ahora llueve frenéticamente sobre los adoquines. Voy a hacer el solitario de los cinco montones, el que me enseñó Dora, ¿te acuerdas? Si me sale, es que no me voy a morir de parto. Te quiere, te quiere, te quiere, tu Isabel. P.D: ¡Salió el solitario! ¡Hurra!".
A 22 años de distancia, qué indefenso parece ese entusiasmo. Sin embargo, era legítimo, era honesto, era cierto. Es curioso que con la relectura de esta carta haya vuelto a encontrar el rostro de Isabel, ese rostro que, a pesar de todos mis olvidos, estaba en mi memoria. Y lo hallé a parir de esos "tú", de esos "puedes", de esos "tienes" porque Isabel nunca hablaba de vos, y no por convicción, sino meramente por costumbre, quizá por manía. Leí esos "tú" y enseguida pude reconstruir la boca que los decía. Y en Isabel, la boca era lo más importante de su rostro. La carta es como era ella: un poco caótica, en permanente vaivén del optimismo al pesimismo y viceversa, siempre alrededor del amor en la cama, llena de temores, movediza. Pobre Isabel. El hijo fue varón y se llamó Jaime, pero ella murió de un ataque de eclampsia pocas horas después del parto. Jaime no tiene una cara larga como la mía. No es nada feo, pero su éxito con las mujeres es provisorio, y además inútil. Pobre Isabel. Creía que, sacando el solitario, ya había convencido el destino, y únicamente lo había provocado. Todo está tan lejano, tan lejano. Hasta el marido de Isabel, el destinatario de esta carta de 1935 que era yo mismo, hasta ése también está ahora lejos, no sé si para bien o para mal. "No te rías", me dice y me repite. Y es cierto: yo me reía en ese entonces muy seguido y a ella mi risa la caía mal. No le gustaban las arrugas que se me formaban junto a los ojos cuando me reía ni encontraba graciosa la causa de mi risa, ni podía evitar sentirse molesta y agresiva cuando yo me reía. Cuando estábamos con otra gente y yo me reía, ella me miraba con ojos de censura que anticipaban el reproche posterior para cuando estábamos solos: "No te rías, por favor, quedas horrible". Cuando ella murió, la risa se me cayó de la boca. Anduve casi un año agobiado por tres cosas: el dolor, el trabajo y los hijos. Después volvió el equilibrio; volvió el aplomo, volvió la calma. Pero la risa no volvió. Bueno, a veces me río, claro, pero por algún motivo especial o porque conscientemente quiero reírme, y esto es muy raro. En cambio, aquella risa que era casi un tic, un gesto permanente, ésa no volvió. A veces pienso que es una lástima que no esté Isabel para verme tan serio; ella hubiera disfrutado mucho con mi seriedad actual. Pero, tal vez, si Isabel estuviera aquí conmigo, no me habría curado de la risa. Pobre Isabel. Ahora me doy cuenta de que hablaba muy poco con ella. A veces no encontraba de qué hablar; en realidad, no había entre nosotros mucho temas comunes, aparte de los hijos, los acreedores, el sexo. Pero de este último tema no era imprescindible hablar. Ya eran bastante elocuentes nuestras noches. ¿Eso era el amor? No estoy seguro. Es probable que si nuestro matrimonio no hubiera terminado a los cinco años, habríamos adivinado más tarde, que eso era sólo un ingrediente. Y quizá no mucho más tarde. Pero en esos cinco años fue un ingrediente que alcanzó para mantenernos unidos, fuertemente unidos. Ahora, con Avellaneda, el sexo es (para mí, al menos) un ingrediente menos importante, menos vital; mucho más importantes, más vitales, son nuestras conversaciones, nuestras afinidades. Pero no me encandilo. Tengo bien presente que ahora tengo cuarenta y nueve años y cuando murió Isabel tenía veintiocho. Es más seguro que si ahora apareciese Isabel, la misma Isabel de 1935 que escribió su carta desde Tacuarembó, una Isabel de pelo negro, de ojos buscadores, de caderas tangibles, de piernas perfectas, es más seguro que yo diría: "Qué lastima", y me iría a buscarla a Avellaneda.









La Tregua, por Mario Benedetti. 

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