Esperó. Creyó encontrar alguna voz familiar que la llevara, que la acaparara, que la rescatara una vez más.
Se asomó, vió más allá de las rejas, sintió el frío y el calor, sintió el miedo, la furia, la risa y el llanto correr por sus venas. Esperaba.
Buscó ver más allá del césped, de las rejas, de la vereda y el asfalto. Pensó sin hablar y habló sin fundamento, saltó para ser más alta que las montañas y abrió sus ojos para ver del otro lado del mar. Esperó.
Tanto buscó entre montañas, rejas y mares que al final, como queriendo ser una coincidencia, la vió. La vió tanto que se empeñó en encegecerse, y no pudo. Quiso no mirarla, y no logró más que hacer lo contrario. Trató de dar media vuelta y volver, pero una especie de magnetismo la atraía inevitablemente. Las flores no eran su tipo.
Sin embargo, sin escrúpulos y sin cuidados, sus pétalos se tocaron; se desearon tanto que ni el mar ni la montaña lo pudieron impedir.
De sus ojos brotaron ríos de llanto y de risa; de su cuerpo crecieron mil flores blancas y negras, rojas y amarillas; de sus manos nació la fuerza de mirar hacia el cielo; y de sus pies la voluntad de caminar hacia él.
Se dirigió orgullosa y decidida, de la mano de su flor, hacia el dueño de los dueños.
Esperaron juntas, buscaron y encontraron lo que tanto anhelaban, y no les hizo falta ir más allá del horizonte; ni quisieron escapar por sobre las nubes; ni saltar más allá de la lluvia, solo necesitaban mirarse. Estaba con ellas lo que tanto habían buscado, mil flores de colores.
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